lunes, 10 de junio de 2013

Melancolía sonora



La música consigue encontrar el camino a esos sitios recónditos que creías perdidos para siempre. Esos sitios que almacenan lo que otros denominan recuerdos y tú, huyendo del tiempo, no sabías que aún tenías. Escuchas cómo Adamo te habla de su amor "en bandolera", o José Feliciano y su eterno "qué será". Te escuchas a ti mismo diciéndole a tu padre que te cante "el bandulé" de Llach porque si no, no te duermes. Y él, guitarra española en mano, pone las voces del condenado y del narrador. Va trazando la historia que te hace dormir tranquilo, y ya nada importa Joan Serra ni por qué quieren matarlo. O escuchas de repente un Jungleland pletórico, o el The River que te salta las lágrimas. Y te ves no hace tanto llorando como si no hubiera diques suficientes que te contengan, porque "we went down to the river, and into the river we dive". Porque no hay música que merezca la pena que no esté asociada a un momento tuyo ni momento que no lleve una banda sonora (que no una música de fondo, ojo). Porque la vida suena, y huele. Y duele. Y quizá pasar el trapo por el vinilo de Elvis sea ahondar en tu dolor, pero la música, como los sentimientos, no puede estar acumulando polvo. Cuando una cuerda deja de vibrar, su eco no se pierde en un vacío material. Se queda guardado el sonido junto al momento que elegiste. Todo en el mismo cajón que nunca quieres abrir, pero siempre encuentras la manera de no enterrarlo por mucho tiempo. Y ya, sin sonido, pero con música, voy a ordenar este baúl sin sentido lleno de consentimientos, de lágrimas, de por qué habrá sido así, de por qué no habré dicho esto o de por qué seguí mirando por la ventana mientras llovía y tú te mojabas.  

Para muestra, un botón: José Feliciano