Sigue
sin haber un cantante en el escenario. Famoso o de barrio, es mi escenario. Un
escenario vacío en el que te hartas de un trabajo, por ejemplo. Ese “un”
implica concreción. A veces debes saber ser concreto.
Vienes
de viaje y te encuentras las maletas en la puerta. Se te juntan con las que van
contigo. Maletas. Muchas. En unas te cabe la ropa. En otras, trastos. Luego,
hay cosas que no encuentran cabida en ninguna parte. Tampoco puedes con ellas. Has
adelgazado en las montañas.
Así
que empiezas por orden. Más bien, por ordenar. Ordenas un espacio con cosas.
Ajuste de aristas, lo llamo. Me gustan las aristas. Quizá es lo único uniforme,
sin mácula. Luego queda lo difícil: ordenar lo que no es uniforme, que no tiene
aristas limpias. Se joden la simetría, la proporción, la pureza. Quizá por eso
es tan difícil. Cuando te pones a hacer orden, molesta que te interrumpan. Te
saca de tu planificación. Deja de encajar tu cuadriculada mente de consultor.
Tiempos de entrega.
Te
interrumpen, que me desvío. EEUU. No hay peor interrupción que la que te
interesa. Revisas tu plan, punto por punto:
Ordenar
tu cabeza-hablar con M-ordenar tu cabeza-colgar cuadros-tener
abdominales-escribir
Dos
veces. Tres veces. Cien veces. No pone EEUU. Y si quiero que lo ponga, ¿qué
quito? ¿Cabeza-M-Cabeza? No puede ser tan sencillo. Hay truco. No puede tener
sentido aferrarse al orden como método de supervivencia.
No
hay otoño al que echar la culpa, pues las hojas no se caen ya desde hace
tiempo.