Easy Rider da una buena idea de cómo es viajar en moto salvo
que el LSD ya no está de moda. Hay pocos diálogos y sí muchas imágenes de Peter
Fonda y Dennis Hopper simplemente circulando mientras una música cojonuda suena
y lo invade todo. Hoy en día, te cruzas con más coches, y ya no te disparan si
eres un melenudo, pero la soledad que se siente es la misma. Es una soledad
regada por la música que tengas en tu cabeza –o tus auriculares-, por el
silencio de no oir voces ni nadie que se dirija a ti. Las tierras que recorres
forman parte de ti al atravesarte como lo hace el aire limpio, sin dejar mancha
pero permitiéndote sobrevivir. Tú eres parte de un camino en el que no dejas
huella más allá de un ruido atronador que desaparece siguiendo el efecto
Doppler, mientras que el camino nunca te abandona, se queda agarrado con
tentáculos y ventosas. Siempre serás parte camino con sus curvas y sus árboles,
con sus prados y los olores que emanan de las flores. La huella es permanente
en ti. Como en la película, tu espíritu es libre e indomable –no importan el
GPS, el móvil, el iPad para contar tu viaje o las facilidades que hoy en día
tenemos- y sólo fluyes. De pueblo en pueblo, sigues siendo un extraterrestre,
un desconocido del que desconfiar. Y sobre todo, sigues siendo algo atrayente.
Los chicos miran tu moto queriendo una igual. Las chicas miran tu moto como si
fueras un tipo duro, deseándote. Todo el mundo desconfía en un principio, pero
en cuanto te bajas y te quitas el casco –como cuando regresas de un paseo
espacial a tu nave- la gente tiende a ser más amable que con un viajero común.
Porque no eres un viajero común. Saben que ves la vida de otra forma, que las
comodidades te importan menos –aunque sea durante 15 días al año-, que eres
audaz y que convives con el riesgo. Estás expuesto a tantas cosas, que la gente
tiene a apiadarse de ti y te ven como alguien que necesita su ayuda. Muchas
veces así es. Ya sea para conseguir una buena cerveza que te quite la sed y el
cansancio de golpe, para una buena comida caliente que te entone o una cama que
acoja tus sueños y los haga suyos. Puedes ser un tipo duro y aceptar lo que la
gente desconocida te da. Casi siempre, eso mejora el viaje. Ya no se llevan los
rebeldes, no es necesario. No hace falta un James Dean, ni un Hopper o un
Fonda. No hace falta ser un forajido, un tipo peligroso que inspire temor.
Podemos surcar las carreteras más perdidas desde nuestro aburguesamiento, parar
en hoteles decentes y no tugurios de mala muerte, podemos bebernos un buen vino
y comer una buena carne antes de dormir en un colchón cómodo y amable. Una vez
que nos bajemos de la moto, somos gente corriente, aburrida. Somos como cualquier
otro, una sombra nada más. Dejamos de ser lo que siempre queremos ser para
convertirnos en lo que somos. Y nadie quiere ser como es. Es necesario volver a
la moto lo antes posible y así, conseguir que todo vuelva a tener sentido de
nuevo. Quiero que el aire me golpee en la cara –al menos por la visera entra
algo- y no oir nada más que el tubo de escape rugir. Quiero ver montañas y ríos
mientras paso a toda velocidad por carreteras sinuosas. La ciudad no es sitio
para alguien como yo. No soy un forajido, ni un rebelde. No me drogo ni soy un
melenudo. Sólo, voy en moto. Y así quiero seguir.
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